“Los dioses no se jubilan, por muy humanos que sean”, comentó una vez sobre Diego Armando Maradona el fallecido autor uruguayo Eduardo Galeano. Hacia el argentino más famoso de la historia sigue existiendo una idolatría a la que ningún deportista en la historia podría aspirar.
Diego Armando Maradona – que recientemente había llegado a los 60 años en contra de los aciagos pronósticos de su longevidad – adicionó otro capítulo a su historia médica al ser intervenido quirúrgicamente por un hematoma subdural. Este episodio se suma a la sospecha de COVID 19 de meses pasados – con resultado negativo – y su medicación para la ansiedad y el insomnio de carácter permanente. Esta preocupación constante por su estado de salud es asunto extraoficial de Estado en su natal Argentina; lo ha sido así desde que con su presencia en las canchas, y fuera de ellas, capturó la imaginación del país en un momento desafiante de su historia, cuando descorazonado por la violenta represión de la Dictadura – misma que explotó para sus siniestros propósitos al mundial de 1978 – alió su aliento al de la estrella en ciernes. Desde entonces, un indicador del estado de la psique argentina son los puntos altos y los bajos del oriundo de Villa Fiorito… ¿O quizás es al revés?
Previo al debut como mundialista en 1982, el pueblo argentino – que ya sufría por más de un lustro la crueldad de la Junta Militar – fue arrastrado a un obtuso lance bélico en contra del Reino Unido, en la desesperación para sostener a la vacilante Dictadura. El resultado de esta infame maniobra fue una derrota expedita por la muy superior armada británica en Malvinas que, ironía de las ironías, aceleró la caída de los militares y el retorno de la democracia en 1983. Aquel no sería el mundial de “Pelusa”: la Península Ibérica en su conjunto fue una plaza hostil y, al igual que su paso por el FC Barcelona, el certamen orbital fue naufragar en aguas procelosas.
En 1986 la situación no era particularmente promisoria ni para el seleccionado argentino, ni para el pueblo de la Cruz del Sur. No obstante, la marcha de la selección era menos apretada que la del país y así pudo avanzar a los cuartos de final en contra de Inglaterra. Es una frase manida hasta el hartazgo aquella de “hoy se disputa algo más que un partido”, pero como nunca antes – ni después – fue más cierto como entonces: ríos de tinta física y digital se vertieron sobre la astucia cazurra del primer tanto y el gol más bello de los mundiales, pero lo más trascendental de ese momento fue el compromiso espiritual de Argentina con Maradona. No solamente fue reciente el recuerdo del hundimiento del Belgrano y el Sheffield, sino que para millones de argentinos se trataba de una pequeña victoria ante las metrópolis que por décadas habían auspiciado vejámenes en su nación. El matrimonio fue consumado en victoria ante la República Federal Alemana – por marcador de 3-2 – al levantar el título de la FIFA en el Estadio Azteca; en sus manos regresaba genuinamente el fútbol a la esencia argentina: pletórico de gozo, gloria y sin las máculas ni la sordidez de años pretéritos.
Ya en 1990 en Italia – otra península en la que recaló en aguas calmas y dio sus notas más altas como jugador de club en Napoli – los acontecimientos no le favorecieron. A pesar del ominoso debut, con derrota por la mínima diferencia en contra de Camerún, el combinado dirigido por Carlos Bilardo pudo, con destellos esporádicos de sus figuras, llegar a la final: imperecedera la colaboración de Maradona con Claudio Caniggia para el gol de la victoria ante Brasil en octavos de final y la afortunada labor de Sergio Goycochea (arquero suplente de Nery Pumpido y del que también era su reemplazo en River Plate) atajando penales contra Yugoslavia e Italia en las rondas de cuartos y semifinal. El azar favorece, pero la constancia premia y, Andreas Brehme, desde los 11 pasos al minuto 85 – tras falta y expulsión de Pedro Monzón que se convirtió en el primer jugador en ver la tarjeta roja en una final de un mundial – le confirió a la selección de Alemania Federal el tricampeonato y la primera celebración al recientemente integrado pueblo alemán que atravesaba una delicada situación social durante la no tan armoniosa reunificación iniciada en noviembre del año anterior.
La confusión, incertidumbre e insuficiencias – y no solo en lo deportivo sino extensivo a todos los ámbitos de la nación – aguardaban a Argentina después de esta derrota.
Se ha dicho que Maradona no volvió del Estadio Olímpico de Roma y esto es, en gran parte, una verdad incontestable. El capitán renunció a la selección y su vida, tanto en lo deportivo como en lo público y lo privado, se desmoronó: durante los tres años siguientes tuvo una itinerante presencia en las páginas sociales y judiciales en Argentina e Italia, superando por amplio margen a la poca cobertura que tuvo en los deportes. En 1993 tuvo un regreso exitoso a la Selección que lo convocó desesperadamente para tomar el timón de un barco en zozobra, enrutado a la repesca por el último cupo a USA 1994 en contra de Australia. Su presencia tenía tanto de simbólica como de estratégica: el entrenador de entonces, Alfio Basile, finalizada la eliminatoria sudamericana se percató de que su equipo necesitaba un creador de juego porque la Selección carecía de un “10”: no se sabía operar de otra manera y a pesar de contar con un excelso delantero como Gabriel Omar Batistuta, y un muy respetable Abel Balbo, no contaba con tránsito hacia los tres cuartos de la cancha. Adicionalmente, la crisis de confianza posterior al 0-5 en contra de Colombia demandó una medida extraordinaria para que el público, los jugadores y lo más alto de la AFA – encabezada por Julio Grondona – afrontaran el repechaje con razonable optimismo. A pesar de sus 33 años, de no jugar regularmente con ningún club profesional y un evidente sobrepeso Maradona se hizo cargo de la complicada tarea para lo que retornó a entrenamientos diarios y perdió 15 kilos. La decisión pagó dividendos y contribuyó al empate en Sydney y la victoria en Buenos Aires. El subcampeón del mundo en vigencia iba a serlo hasta el año entrante.
Parecía que el fin de semana perdido llegaba a su final: en un extático comienzo ante Grecia Maradona exhibió su mejor forma en 10 años. Conocido por ser un jugador habilidoso pero no precisamente atlético, las suspicacias no se hicieron esperar: finalizado el segundo enfrentamiento ante Nigeria – en la que la victoria para la albiceleste fue de 2-1 y en la que tuvo un rendimiento aceptable – se le practicó una prueba antidopaje. De nuevo se cernía sobre él peso de sus malas decisiones y el resultado positivo para Efedrina no tomó por sorpresa a buena parte de sus detractores. Más allá del regusto a vendetta por parte de la FIFA y las sesgadas intenciones de Joseph Blatter y compañía – con el que Maradona en múltiples ocasiones se había enfrentado por sus determinaciones en detrimento de las buenas condiciones físicas de los jugadores – el desenlace de la historia no era menos brusco: Diego Armando Maradona culminaba su carrera como futbolista para el nivel más alto de competición.
Fue el final del jugador de selección, pero es necesario recordar sus esporádicos retornos al balompié de clubes, su diletante carrera como entrenador – que incluye la distinción como Entrenador de la Selección Nacional Mayor con la que consiguió notables registros como un 1-6 en eliminatorias frente a Bolivia en La Paz en 2008 y 0-4 en contra de Alemania en el mundial de Sudáfrica de 2010 –, una gris carrera como presentador de variedades y el muy singular ensamble de celebridades con las que ha compartido: empezando por su manejador, amigo y partner in crime (en sentido literal y figurado) Guillermo Coppola, pasando por Ben Johnsson – homólogo en el uso no convencional de sustancias para el desempeño atlético -, el cineasta Emir Kusturica – que tuvo a bien dirigir un documental sobre su persona del que decir que fue condescendiente es quedarse corto -;y las figuras políticas Silvio Berlusconi, Fidel Castro, Nestor Kirchner y Cristina Fernández. Maradona ha sido la más dilecta compañía del mundo deportivo apenas milímetros por debajo de la altísima posta impuesta por la agenda telefónica de Dennis Rodman. Otros de sus créditos son sus opiniones – más apasionadas que acertadas sobre distintos temas del acontecer de su país y del mundo – que motivan la admiración como un librepensador, entre un variopinto conjunto de figuras como el autor esloveno Slavoj Zizek, el director de cine italiano Paolo Sorrentino, y el anteriormente remitido Eduardo Galeano.
Con la concisa opinión de “yo vi jugar a Maradona en 1986” es suficiente zanjar cualquier objeción sobre su lugar en lo más alto de la historia del balompié – a pesar de su menguante carrera finalizada la década de los ochenta – además de condonar de sopetón su execrable vida pública y calamitosa vida personal. Y es que, con sus claros y oscuros, Maradona representa como ninguna otra figura a la propia Argentina: los visos de grandeza irremediablemente ensombrecida por el infortunio, la estulticia y el fracaso. A nadie se le ha perdonado tanto como a Maradona; en buena parte por lo que representa, el anhelo de días más felices y de un pasado glorioso. No obstante, visto de cerca y en detalle, ya no luce como tal.
Quizás para entender el fervor por su figura, más elegíaca que heróica, baste con recordar las contundentes palabras del celebérrimo tango “Cuesta abajo”: “Sueño con un pasado que añoro, el tiempo viejo que lloro, y que nunca volverá”.
Por: @indierod